Siempre he pensado que hay que reescribir el cuento El traje nuevo del Emperador en aras de una mayor verosimilitud. En la nueva versión el niño que se atreve a decir que el Emperador no lleva nada es linchado por la multitud que, a continuación, sigue ponderando la excelencia de los brocados y el maravilloso adamascado del regio ropaje. El bueno de Andersen cometió el error de pensar que sólo el Emperador y los cortesanos persistirían en la mentira mientras que el pueblo sería capaz de reconocer el timo (esto es políticamente correcto, pero es tan falso como el propio traje).
Hace mucho tiempo que estoy convencido de que el escepticismo no tiene la menor posibilidad de dejar de ser un movimiento filosófico (que sí, que es Filosofía y no Ciencia) minoritario. Ya he dicho que no pensar es mucho más fácil que pensar por lo que estamos condenados por la ley del mínimo esfuerzo al ostracismo. Por la misma razón la televisión ramplona (telebasura sí, pero también series deplorables sin olvidarnos de nuestro querido fúrbol) simpre tiene muchas mejores audiencias que la televisión inteligente. Pongamos un ejemplo, la serie Dowton Abbey (unánimemente considerada como una de las mejores series de televisión de los últimos años) se despidió con una audiencia de 1.836.000 espectadores. La astracanada que la sustituyó goza de algo más del doble de audiencia.
Para empeorar la situación, tiene razón Luis Alfonso Gámez cuando el otro día publicó esta entrada sobre la endogamia escéptica. Estamos encantados de habernos conocido, pero eso de cara a la sociedad es irrelevante. Imagina un club de ajedrez cuya forma de pretender extender la práctica de ese juego consistiera en organizar partidas entre grandes maestros internacionales, publicar una revista con artículos como Análisis táctico de la nueva variante del gambito letón, editar libros con títulos como Análisis de la estrategia de la primera partida entre Fischer y Spassky en el mundial de Reikiavik de 1972... ¿Es malo per se? Obviamente no porque esa política contribuiría a hacer que los ajedrecistas de élite aumenten su nivel, pero eso es inútil, lo reitero, si lo que pretendes es extender el aprecio social y la práctica básica de este juego. Es más, tampoco otras políticas que tienden a hacer del ajedrez un gran espectáculo mediático como las tropocientas mil partidas simultáneas entre todo el que se quiera apuntar y el gran maestro internacional XXX sirven para nada más que los cinco minutos de warholiana gloria huera (y en esto voy mucho más lejos que Luis Alfonso Gámez porque lo que a él le le parecen logros como programas de televisión, radio... encuentros en bares o firma de manifiestos varios se me antojan igualmente vacuos). ¿Por qué? Porque el ajedrez es un juego y como todos los demás juegos sólo resulta gratificante si te enfrentas a alguien de un nivel semejante al tuyo. Vencer a un oponente que apenas sabe mover las piezas procura tan poca satisfacción como ser aplastado por alguien que se maneja al nivel de un gran profesional. ¿Cuál es la solución? Por propia experiencia, la única política que tiene éxito es introducir el ajedrez en las aulas, aprender de niño y practicar contra tus iguales o con los que son un poco superiores a ti. Así disfrutas del ajedrez y el aspecto lúdico del juego siempre estará presente (y con él los beneficios añadidos como la disciplina, aprender que el triunfo y la derrota son dos impostores que deben ser tratados de igual manera...)
Sin embargo, es concebible que los políticos o algún maestro a título particular (afortunadamente fue mi caso y el de todos mis compañeros de clase) tome la decisión de que el ajedrez es una poderosa herramienta pedagógica. Que hagan lo propio con el escepticismo se me antoja imposible. ¿Te imaginas un politico dando el mitin ante un auditorio de escéticos? ¿A un profesor dando clase a un aula de niños que hayan aprendido a no aceptar el argumento de autoridad? El escepticismo no es combatir las pseudociencias ni hacer divulgación científica (esto sí podría ser apoyado por las autoridades políticas y educativas) sino aprender a dudar puesto que la duda es la mejor herramienta para discernir la verdad. A poco que lo pienses te darás cuenta de que es escepticismo puede ser profundamente subversivo. El que algo se acepte de forma acrítica porque así ha sido siempre o porque alguien diga que debe ser así no significa nada para nosotros. Podemos (y lo hacemos, al menos los que no confundimos escepticismo con combate contra las pseudociencias) poner en duda cuestiones consideradas poco menos que sacrosantas en todos los aspectos de la vida, sociales, políticos, económicos... Como mero ejemplo, te planteo un par de preguntas (las respuestas son cosa tuya) para que recapacites (si es tu deseo) sobre ellas. ¿Tiene algún sentido real la igualdad de derechos si no existe simultáneamente la igualdad de oportunidades? ¿Existe una confusión generalizada entre igualdad de derechos y uniformidad social?
No obstante, supongamos que creo en los milagros y que considero posible que algún día llegue al poder un político que considere que la primera preocupación de la educación debe ser la de formar ciudadanos libres y, por tanto, capaces de pensar por sí mismos sin la sombra de autoridades caducas o de imposiciones sociales absurdas. Incluso entonces ¿el escepticismo resultaría grato?
Comencé este fútil (no tengo la menor esperanza de que sirva para nada) artículo hablando de El traje nuevo del Emperador. ¿Era tan sólo una digresión? No, es lo que me vino a la cabeza al leer este artículo (al que no tengo nada que objetar) y los comentarios que ha dejado la gente. Sencillamente, eso demuestra la futilidad de pretender demostrar a lo demás que están siendo engañados o lo que es lo mismo, lo fútil que es pretender que el escepticismo tenga una dimensión social en vez de estrictamente personal. ¿Que me parece el traje nuevo del Emperador? Lo nunca visto, querido vecino, lo nunca visto.
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